17 abril 2006

En el tren de alta velocidad japonés

Conocí­ a Kawabata viajando en el tren de alta velocidad japonés. Era un hombre muy delgado y vestí­a de forma un tanto desali?ada. Sus ojos oblicuos le asemejaban a cualquier otro oriental, lo que, al principio, me dificultaba su identificación, pues yo acababa de llegar a Japón y, por entonces todos los nativos de aquel paí­s me parecí­an iguales. Pero Yasunari tení­a cosas que le diferenciaban de los demás. Aparte de su delgadez y su forma de vestir, se distinguí­a por su conversación. No tengo ni qué decir que yo no entendí­a nada de cuanto decí­a: por entonces yo no hablaba japonés; me refiero más bien a que Yasunari no tení­a un término medio en su discurso. Permanecía callado la mayor parte del tiempo, pero, cuando hablaba, no habí­a quien lo detuviera. Gesticulaba mucho y se se?alaba con frecuencia el sexo. Recuerdo que cuando pasamos cerca del Fujiyama trazó una se?al alrededor de su cuello con un gesto muy común, como si estuviera degollándose a si mismo o, como, más tarde lo supe, si estuviera realizando parte del viejo ritual del "hara kiri".
Por aquella época escribí­a "La casa de las bellas durmientes". A?os después, como todo el mundo sabe, murió de la forma más digna con la que acostumbran a morir los artistas japoneses: se suicidó.
Yo, por mi parte, me prometí­ aprender japonés para leer aquella novela en su versión original. No resultó sencillo el aprendizaje, pero al cabo de cinco a?os lo conseguí.
Ahora, como la pescadilla que se muerde la cola, que no es otra cosa que la visualización un tanto castiza de aquel mito tan profundo, llamado "del eterno retorno", que tan profusamnete explicó Mircea Eliade, la historia de las bellas durmientes regresa en una imagen, en la que lo caribe?o se impone a lo oriental: la "Memoria de mis putas tristes" de, otro premio Nobel de literatura, Gabriel Garcí­a Marquez. Conocí­ a Gabriel en Barranquilla, en otro tren, que traqueteaba en exceso, el de Santa Marta, y que nada tení­a que ver con la "bala" japonesa. Gabriel hablaba mi idioma. Junto a el, evoqué mi encuentro con Yasunari y la lectura en japonés de aquella, una de sus novela. Se la conté y el prometió escribir "algo" similar. Juré también dedicármela en cuanto tuviera el texto concluido. No lo hizo. Creo que Gabriel, deberí­a buscar un final digno a su ya muy dilatada vida tan sobrecargada de textos magistrales, buscando un suicidio tropical, más adecuado a las características de su mundo. Arrojarse tal vez a las aguas que en su dí­a arrasaron Macondo, a sus cauces no demasiado violentos pero, hoy en dí­a, tan poblados de caimanes.

1 comentario:

Efímera dijo...

En otra vida fui monje en Nara. Tuve un déjà vu y el portero del templo Todai-ji me invitó a que me quedara para averiguar mis orígenes. Encendí una vara de sándalo y saque un billete. El tren bala me llevó a Tokio. No tuve que aprender japonés,una sombra de conocimiento...me llaman, te lo contaré el martes.