27 diciembre 2006

Escribir no me produce ningún placer.

Si pudiera volverle la espalda a la idea agazapada en la oscuridad, si pudiera abstenerme de abrirle la puerta para dejarla entrar, ni siquiera cogería la pluma.

Pero alguna que otra vez se produce una gran explosión: cristales, ladrillos y astillas atraviesan violentamente la fachada y un personaje se yergue sobre los escombros, me agarra por el cuello y me dice dulcemente: “No te soltaré hasta que me pongas en palabras, sobre el papel”.

Richard Bach
(autor de Juan Salvador Gaviota)

24 diciembre 2006

La Rosa de Paracelso

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, so?oliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
- ?Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente –dijo no sin cierta pompa-. No recuerdo la tuya. ?Quién eres y qué deseas de mí?
- Mi nombre es lo de menos –replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas de de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
- Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
- El oro no me importa –respondió el otro-. Estas monedas no son más que una prueba de mi voluntad de trabajo. Quiero que me ense?es el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
- El camino es la Piedra. El punto de partida es la piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
- Pero, ?hay una meta?
Paracelso se rió.
- Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:
Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos a?os. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
- ?Cuándo? –dijo con inquietud Paracelso.
- Ahora mismo –dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
- Es fama –dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por otra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
- Eres muy crédulo –dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
- Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
- Eres crédulo –dijo-. ?Dices que soy capaz de destruirla?
- Nadie es incapaz de destruirla –dijo el discípulo.
- Estás equivocado. ?Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ?Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
- No estamos en el Paraíso –dijo tercamente el muchacho-, aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
- ?En qué otro sitio estamos? ?Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ?Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
- Una rosa puede quemarse –dijo con desafío el discípulo.
- Aún queda fuego en la chimenea –dijo Paracelso.
- Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
- ?Una palabra? –dijo con extra?eza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ?Qué habías para que resurgiera?

Paracelso le miró con tristeza.
- El atanor está apagado –repitió- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
- No me atrevo a preguntar cuáles son –dijo el otro con astucia o con humildad.
- Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos ense?a la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:
- Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
- Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas. Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
- Además, ?quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ?Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:
- Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos a?os que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
- Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá estén en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
- He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Se?or exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ?Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompa?ó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue pu?ado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Jorge Luís Borges.

La Palabra

"En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros… ".

22 diciembre 2006

De Ramales a Los Vosgos

Te marchaste de Madrid sin escribir la crónica de Ramales. Recuerdas que ya había oscurecido pero la temperatura todavía era agradable. La plaza sin las sombrillas y las palomas era sólo un espacio irregular de fachadas históricas sin armonía entre ellas. Acaso su fealdad cenicienta, de legionarios con móviles y edificios a medio construir te hacían quererla como a esa amiga medio cieguita que te llena de congoja. O acaso la melancolía inusitada surgía de aquellos inviernos en que la atravesabas camino de la Escuela.

Te has ido de la crónica

Aquí, de nuevo, sentada enfrente de la mesa, pero qué mesa, la del café de Ramales o la del Café Hugo en la Plaza des Vosgues. En Paris diluviaba, pasaste la ma?ana en la Shakespeare & Company, luego visitaste las librerías de viejo de la rue de la B?cherie, cuyos escaparates ense?aban libros de Witoldo. El viento sacudía los paraguas y no te dejaba abrir los ojos, más tarde, empapada, te enamoraste de Dora Maar aux ongles verts.
La casa de Víctor Hugo continuaba en una de las esquinas de la plaza.

De nuevo, suena el móvil

Joaquín es el primero que llegó a Ramales, la camarera, una joven robusta de Angola, nos aconsejó que no leyéramos demasiado, un poco sí, pero no mucho, mi tía sabía cinco idiomas y tenía tres carreras, allí, en Luanda, y un día comenzó a hablar con los espejos, nos contaba con cara circunspecta mientras nos servía el café con leche y las magdalenas, ya os digo, poquito, que termináis como mi tía que ya solo atiende a los espejos. Joaquín y yo nos reíamos y entre sorbitos yo le contaba que en Paris había una plaza cuadrada con un jardín central rodeado de mansiones del diecisiete y que Víctor Hugo siempre escribía de pie. Y se ve que Hemingway le imitó el hábito, Joaquín, aunque el americano a maquina, allí en Cuba, donde vive una amiga medio cieguita que me llena de congoja.

18 diciembre 2006

NAVIDADES

Mientras las familias se juntan, la literatura parece dispersarse en Navidades. Las letras escapan del calor de los diccionarios y vagabundean por lugares inhóspitos y frios. Me pica la garganta y en ocasiones la voz se me detiene. Me ocurre con frecuencia, sobre todo cuando no escribo. Me dedico a leer cuentos rusos. No de Gogol ni de Tolstoi ni de Dostoiewski, ni siquiera de Chejov, (aunque más me valiera). Son historias de "no escritores" rusos que escriben. Recorro bibliotecas. El jueves tengo audición de Haikus. Los leerá una japonesa. El Haiku reclama una caligrafía y una declamación propia. Imagino que pasaré las Navidades en El Escorial pero no lo tengo seguro. No me gustan las calefaciones excesivas y tengo que cojer el punto para no pasar frio. Atrapo las letras que me llegan perdidas y construyo algunas palabras sin sentido. Las detengo en la pantalla del blog. Ma?ana es martes y deberé afeitarme.

02 diciembre 2006

De novelas... ?Cómo empiezan?

24. Soy un hombre enfermo... Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático. Creo que padezco del hígado. sin embargo, no sé nada de mi dolencia ni sé a ciencia cierta de qué padezco. No estoy en tratamiento ni nunca lo he estado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Por a?adidura, soy sumamente supersticioso, al menos lo suficiente para respetar la medicina. (Soy lo bastante culto para no ser supersticioso, pero soy supersticioso.) No se?or, me niego a ponerme en tratamiento por puro despecho. He ahí algo que ustedes probablemente no comprenden. Ahora bien, yo sí lo comprendo. Yo, por supuesto, no sabría explicarles contra quién precisamente va dirigido mi despecho en este caso; sé perfectamente que no puedo "jorobar"a los médicos por el hecho de no consultar con ellos; sé mejor que nadie que el único perjudicado en esto soy yo y sólo yo. En todo caso, si no me pongo en tratamiento es por despecho. ?Que mi higado está mal? ?Bueno, pues que se ponga peor!
Así llevo viviendo desde hace largo tiempo: unos veinte a?os. Ahora tengo cuarenta. Antes era funcionario público, pero ahora no lo soy. Era un mal funcionario: grosero y gustoso de serlo. En todo caso no me dejaba sobornar, por lo que eso, al menos, me servía de compensación.