12 enero 2006

De novelas...

8.
Desde las dos, aproximadamente, hasta la puesta del sol, permanecieron sentados, aquella sofocante y pesada tarde de septiembre, en lo que la señorita Coldfield seguía llamando "el despacho" por haberlo así llamado su padre: una habitación cálida, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porque, allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca. A medida que el sol daba más de lleno sobre ese costado de la casa, la habitación se iluminaba de rayos horizintales y amarillentos que dejaban ver innumerables partículas de polvo. Quintin pensó que serían, sin duda, escamas de la viejísima pintura descolorida, despendidas de la madera resquebrajada y empujadas hacia el interior por una fuerza semejante a la del viento. Una guía de glicinas florecía por segunda vez en aquel estío, y trepaba por un enrejado que se divisaba frente a la ventana; los gorriones llegaban y partían en bandadas, sin orden ni concierto, produciendo un rumor seco y polvoriento al levantar el vuelo. Frente a Quintin se hallaba la señorita Coldfield, con su sempiterno traje de luto, que llevaba desde hacía cuarenta y tres años, aunque nadie sabía si era por su padre, hermana o no-marido; erecta y rígida, ocupaba una silla de duro asiento, tan alta para ella que sus piernas, sin llegar al suelo, pendían rectas y verticales como si los huesos de sus tobillos y patorrillas estuvieran fundidas en hierro, lo que les daba el aire de rabia impotente que tienen los pies infantiles.

4 comentarios:

Efímera dijo...

Un septiembre de ochenta años después, una estudiante española, llamémosla Y, larguirucha y tímida, escuchaba a quien iba a ser su tutora en la Universidad de Duke - Carolina del Norte-, Miss Cox, relatarle la historia de la esposa del fundador de la ciudad: Sarah Duke. Y, luchaba por entender el acento enmarañado de Miss Cox, hasta que pensó que la yanqui le recitaba ¡Absalón, Absalón, de Faulkner, para ver si era verdad que se había leído todas las novelas del autor sureño en la adolescencia, como Y había escrito en su carta de presentación. Quince años y cinco meses después, Y lee el mensaje de Adla y recuerda aquellos días intensos de cuerpos húmedos y lecturas infinitas en Duke-Yoknapatawpha.
Rosa Coldfield y Quentin Compson (quien morirá en El ruido y la furia) hablaban una tarde de septiembre de 1909 e instruían a una pobre niña de Barcelona sobre un territorio lejano, donde ella nunca había soñado vivir, pero que al olerlo por primera vez, lo reconoció como suyo. Pero esa, es otra historia.

Pitol, en el Mago de Viena, escribe: “Para establecer una simetría es necesario mencionar el lenguaje de Faulkner y de su influencia voluntariamente aceptada en mi periodo iniciático. Su sonoridad bíblica, su grandeza de tono, su complejísima construcción, en donde una frase puede cubrir varias páginas ramificándose vorazmente, dejándonos a sus lectores sin aliento, son inigualables. La oscuridad proveniente de esa espesa arborescencia, cuyo sentido se revelará muchas páginas o capítulos posteriores, no es un mero procedimiento narrativo, sino como en Borges, la carne misma del relato. Una oscuridad nacida del cruce inmoderado de frases de diferente orden es la manera de potenciar un secreto que por lo general los personajes minuciosamente encubren”.

Norma dijo...

ÂżY si buscamos una novela de Faulkner como prĂłxima lectura? Es un autor difĂ­cil, pero me declaro profana, no recuerdo haber leĂ­do ninguna de Ă©l y es un buen reto.

Efímera dijo...

Norma, me encanta tu idea.Besos.

Efímera dijo...
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