25 septiembre 2006

Mojados como hojas de libros en oto?o.

Las librerí­as de Segovia se habí­an escondido por detrás de la plaza del Azoguejo, bajo unas piedras más antiguas que las del Acueducto. Amenazaba lluvia pero, puestos a no haber, solo habí­a frí­o. Norma le hizo frente con un nuevo sweter (?se escribe así­?) rojo. Entonces acudió Mariajo que nos llevó a la iglesia donde hablaba Vila Matas junto a otros dos acólitos. Uno de ellos mujer, pero que también platicaba debido a que se trataba de un ceremonial laico. Breve, pero, a mi, Enrique (es mi amigo) me pareció que sonaba como llegado del más allá. Tal vez lo tenga sacralizado, pero así­ lo perciben mis oí­dos. Luego, aprovechando el lugar en donde estábamos, comimos en un Restaurante Búlgaro. Las musakas y las verduras no estaban mal, pero (yo guardé el secreto) las carnes, - o lo que fueran,- olí­an fatal. La lluvia nos esperaba fuera, y la Iglesia de San Justo (la más antigua de la ciudad), con sus frescos románicos y sus cagadas de paloma. Entonces llamó Sara que, contra viento y marea, se estaba adentrando en las murallas. La lluvia menguaba a intervalos pero no acababa de cesar. Y vuelta a la plaza a buscar libros. Segovia es una ciudad sin libros, pero con juderí­a y estatuas mojadas por los parques. Pronto habrí­amos de regresar. Pero entonces Sara. Y vuelta a lo clásico: el mesón de Cándido. Tal vez Sara nos pudiera mostrar algún libro: pero tampoco. Al menos certificamos que todos estábamos allí, secándonos como hojas de oto?o, en aquel momento.

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