26 agosto 2006

Sonata de Verano

A finales de julio las chicharras cantaban históricas en Ciempozuelos y los locos amodorrados por la medicación te miraban con ojos de simio. Ya habí­as concluido tu encargo --arrendamiento de servicios- a pesar de las trabas de los cuerdos. De vez en cuando regresas a una profesión, donde lo legal esclaviza a lo justo. Y luego, exhausta, te exilĂ­as entre relatos y novelas hasta que alguna circunstancia romántica te lleva a vestirte la armadura de nuevo.

Los amigos se marchaban haci­a Santander, Bruselas, Bremen y otros destinos y las escritoras de El Mono Rojo os llamabais para ayudaros y a la vez os recomendábais lecturas de estí­o. Los de la tertulia de El Barandal se desvanecí­an miedosos todaví­a de las mujeres de La Cena, de Alfonso Reyes. Todo estaba en calma y de nuevo partiste a Los Montes, donde la mirada y la risa de tus sobrinos cubrí­an de un halo mágico la existencia.

Cuatro de agosto, una de la tarde, entre Jaén y Granada. El volantazo hizo que el coche chocara contra el quitamiedos de la derecha. Luego, dio seis o siete trompos. Entró en la mediana y chocó contra el quitamiedos de la calzada contraria, rebotó y salió lanzado de nuevo hacia la mediana. Las adelfas y los arbustos actuaron de red que paró el vehĂ­culo. Tus padres y tú estabais vivos, rodeados de gente extra?a y misericordiosa que no dejaban de ayudaros y repetir la palabra: milagro.

La Compa?í­a de Seguros decí­a que os iba a llevar a la base y esa palabra hizo que tu madre llorara. Una voz salió de tu entra?a: Se?or - le inquiriste al chofer -, a la Clí­nica Santa Elena, allí­ nos esperan mi hermano y unos amigos médicos. Son cincuenta céntimos por kilómetro, repuso él. De acuerdo, respondiste. Y tus padres amedrentados se curaban poquito a poco de un temor primario y ancestral.

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