09 julio 2006

La Eternidad

Poseí­a cuando ni?o una ciega fe religiosa. Querí­a obrar bien, más no porque esperase un premio o esperase un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal era tanto un pecado como una disonancia. Más a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solí­a, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad del tiempo ilimitado.

La palabra siempre, aplicada a la conciencia del ser espiritual que en él había, le llenaba de terror, el cual luego se perdí­a en vago desvanecimiento, como un cuerpo tras las asfixia de las olas se abandona al mar que lo anega. Sentí­a su vida atacada por dos enemigos, uno frente a él y otro a sus espaldas, sin querer seguir adelante y sin poder volver atrás. Esto, de haber sido posible, es lo que hubiera preferido: volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde habí­a venido al mundo.

?Desde qué oscuro fondo brotaban en él aquellos pensamientos? Intentaba forzar sus recuerdos, para recuperar conocimiento de dónde, tranquilo e inconsciente, entre nubes de limbo, le habí­a tomado la mano de Dios , arrojándole al tiempo y a la vida. El sue?o era otra vez lo único que respondía a sus preguntas. Y esa tácita respuesta desconsoladora él no podía comprenderla entonces.

Ocnos, de Luis Cernuda


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