02 abril 2008

Corazón

Siento los latidos de mi corazón en la cabeza. Todos los días y desde hace dos años. Al principio era bastante molesto; llegaba a casa agotado por el esfuerzo que tenía que hacer para concentrarme en el trabajo; en mis ratos libres interfería con los acordes de la suite inglesa de Bach y con los golpes de raqueta en mis partidos de fin de semana.
Sin embargo, me di cuenta muy pronto de que podía utilizarlo en mi favor: era un alivio sentirme acompañado; que, al menos, un músculo de mi cuerpo trabajaba para que yo siguiera equivocándome. Aliado indiscutible a la hora de ligar: si ofreces tu lado débil o vulnerable (y un hipocondríaco es un débil aunque no vulnerable, pero eso no se nota) tienes más de la mitad del camino hecho. Supone una ayuda inestimable como cronómetro pues, cuando estoy tranquilo, produce un latido por segundo y si acompasas la respiración a periodos exactos, te relajas más rápido para hacer control mental.
Aunque no siempre ha sido tan diligente. El año pasado durante una conferencia sobre la “Teoría de la expansión permanente del Universo”, me quedé dormido. Algo inexplicable cuando pienso que soñé con esa conferencia durante meses. Es posible que solo fueran unos segundos pero el hecho es que me dormí. Desperté de golpe por el ataque irracional de esa víscera despiadada que ocupa el centro de mi vida. No fue un despertar tranquilo porque golpeé repetidas veces el hombro del oyente de mi izquierda al ritmo que marcaba el delator. Y lo llamo así porque sus latidos eran tan fuertes que era imposible que no los oyese toda la sala. Por fortuna, me había sentado en la última fila y solo los que estaban a mi lado dieron muestras de asombro. No tengo que explicar que dejé de oír al conferenciante y que, en cuanto acabó, salí disparado hacia la puerta (que se abría hacia fuera y yo tiraba hacia dentro)
Mi vida junto a este sonoro compañero ha sido cualquier cosa menos monótona. Pero ya voy echando de menos aquel silencio total que tanto me asustaba, ese deseo incontrolable de que algo sucediera, la queja continua sobre la inutilidad de la vida (sobre todo esto último, que da mucho placer)
Hace unas semanas comencé la ronda de visitas a los especialistas con las pruebas diagnósticas de rigor, a las consultas de medicina naturalista, a todo método no convencional para silenciarlo y, de vez en cuando, se calla. Cuando eso ocurre, me asusto porque no sé la razón de su calma, pero casi enseguida vuelve a saltar. Por eso estoy pensando en dejarle un poco más en libertad, darle más cancha a ver si me aclaro un poco y decido si quiero seguir danzando al ritmo que él me marca o prefiero un silencio absoluto que tendré que llenar con mi propia voz.

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